Una misma palaba…
cuatro clases de oyentes…
Contexto. Al escuchar la parábola de este domingo, uno se traslada a Palestina en tiempos de Jesús. Según la historiografía donde se describe su geografía hay zonas en que la tierra, dividida en pequeñas parcelas, está cruzada por veredas y senderos transitados por agricultores y ganaderos. Hay también tierra rocosa, desprovista de profundidad para que la semilla pueda echar raíces. Por el abandono de los agricultores, y la misma aspereza de la tierra, hay superficies llenas de maleza, de cardos y de espinos. Y hay, por fin, áreas fértiles. Estas cuatro clases de tierra pueden darse juntas en una misma parcela.
Ilustración. La semilla es la Palabra de Dios. El sembrador es Dios, Jesucristo, sus discípulos y sus seguidores que predican el evangelio. Las cuatro clases de tierra son las cuatro clases de oyentes que escuchan la Palabra.
Oyentes sin esfuerzo. Oyen la Palabra, pero sin que provoque en ellos la más mínima reacción espiritual de acogida, no reflexionan, ni lo más mínimo, sobre ella, no la siembran en la tierra de su corazón, la dejan al descubierto y así no puede germinar. A esta clase de personas se refiere San Pablo cuando dice esto: «No basta con oír la ley..., hay que cumplirla» (Rm. 2,13).
Oyentes superficiales. Reciben la Palabra con alegría, pero al mismo tiempo con vanidad. En un principio se muestran entusiasmados, pero eso es cosa de un momento, enseguida lo dejan, son inconstantes. No siembran la palabra en el interior de su corazón. Tienen poca tierra, es decir, no tienen una voluntad firme, son superficiales. Su entusiasmo se desvanece con la misma prisa con que la manifiestan, son débiles en la fe.
Oyentes descuidados. Son los que acogen la Palabra con el corazón abierto, deseoso de ella. La Palabra germina y crece, pero no la cuidan como es debido, no limpian la tierra, y así, junto a ella crece también la maleza: los vicios, la primera carta de Juan (2,16) concreta en estas tres cosas: Las pasiones carnales (la orientación equivocada y perversa de los impulsos humanos en sus diversas manifestaciones); Los deseos de los ojos (El ansia de las cosas, el apetito insaciable de bienes, el afán incontenido de poder, las miradas lujuriosas); el alarde de las riquezas (la arrogancia del rico, el amor al dinero).
Oyentes con profundidad. La siembran en las profundidades de su alma y la cuidan con toda solicitud. La semilla germina, crece y fructifica. Igual que hay tres clases de tierra mala, hay tres clases de tierra buena. Una da el ciento por uno, otros el sesenta por uno y otra el treinta por uno. Esta diferencia se debe al cuidado que se ha tenido con la Palabra, la cual no actúa de manera mágica, al margen de la voluntad del hombre.
La palabra es siempre la misma y la clase de tierra es igualmente buena, pero produce más o menos en función de cómo haya sido cultivada. Para que produzca más, hay que suavizar bien la tierra, abrir los poros del alma para que la palabra entre hasta el más profundo centro de la misma y luego seguir cuidándola de una manera constante y esmerada, con fe, esperanza y amor.
La diferencia en el fruto producido, las buenas obras de fe y de caridad, está en relación directa con los cuidados que se hayan tenido con ella. Sin la cooperación del hombre la Palabra no fructifica por sí sola.
La Palabra de Dios produce efectos diferentes en proporción directa con la diversidad de las disposiciones con las que se recibe y se cuida. No basta con que la tierra sea buena y fértil, hay que cultivarla, en entrega absoluta, con todos los esfuerzos, sin escatimarlos.
Pbro. Jhonny Zambrano
Párroco de San Pedro apóstol de La Palmita