“La Paz les dejo, mi Paz les doy: No
se las doy como la da el mundo…”
Las
lecturas de hoy nos introducen a lo que viviremos los próximos domingos, cuando
celebremos la Ascensión y Pentecostés. Jesús nos dice que regresa al Padre con
la seguridad que no nos abandona: “El que
me ama guardará mi palabra y mi padre lo amará, y vendremos a él y haremos
morada en él” (Jn 14, 23). Más adelante nos asoma la Solemnidad de
Pentecostés: “El Paráclito, el Espíritu
Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien se los enseñe todo y les
vaya recordando todo lo que les he dicho” (Jn 14, 26). Y nos da un detalle
alentador: “La Paz les dejo, mi Paz les
doy: No se las doy como la da el mundo” (Jn 14, 27).
Estas
pocas palabras son suficientes para dar a entender a cada uno de nosotros el
significado de la paz en nuestras vidas. Es el deseo de Jesús que nos inquieta
y nos hace estar siempre más cerca de Él.
Desean la
paz quienes perciben su propia vida amenazada por las insidias del mal.
Desean la
paz los que sienten que el pecado les cubre sin compasión.
Desean la
paz quienes se encuentran en su lecho de enfermedad, los que sufren, los
excluidos, los que ven la armonía como algo lejano.
Desean la
paz los corazones puros, sinceros y llenos de amor de Dios.
Por
diversos motivos, la paz ha sido muchas veces más un deseo que una realidad, por
el mismo hecho que los hombres la buscan sin la mirada puesta en Jesús. La paz
es un saludo de buenos deseos, es aquello que, desde la perspectiva de Dios,
llena el corazón del hombre y hace de la vida un itinerario de fe y esperanza.
Es el cumplimiento de la promesa de Dios: la plena realización de su alianza
con nosotros.
La paz que
ofrece Jesús, y que los discípulos entenderían después de la resurrección: es
SU paz, hecha vida en el sacrificio anunciado en la Última Cena. Esas palabras
de Jesús se convierten en la paz verdadera, única vía para que se pueda
realizar la armonía y la unión entre Dios y los hombres. Se vive esa armonía si
se busca cumplir la voluntad de Dios, si estamos dispuestos a vivir
correctamente la relación con los demás, orientando positivamente los buenos
deseos que se tienen y se viven desde lo más profundo del corazón,
convirtiéndose en experiencia de vida cristiana.
UNIDOS A
MARÍA…
Con la
fuerza del Espíritu y de la mano con María, nuestra Madre, caminemos en unidad
y armonía. Que todos y cada uno de nosotros seamos evangelizadores y promotores
del mensaje de amor y paz que debemos llevar a todos, sin exclusión y con
decisión. ¿Nos estamos preparando de la mejor manera, para
la venida del Espíritu Santo? Así sea.
“En los inicios del cristianismo, el modelo de la
comunidad cristiana se centró en el amor fraterno. Este fue presentado como la
mejor carta de identidad de los discípulos de Jesús (cf. Jn 13,35). Poco a
poco, los creyentes fueron entendiendo que ser hijos de Dios los convertía en
hermanos. Por eso, aprendieron a poner todo en común y así nadie pasaba
necesidad (Cf. Hech 2,42ss). El amor no es un acto de filantropía, sino una virtud
propia de quien ha recibido el bautismo. El mensaje de las Sagradas Escrituras
y el de los Padres de la Iglesia han profundizado esta enseñanza. La Iglesia,
mediante su Doctrina Social y el Magisterio de los Papas también ha arrojado
luces para promover y hacer realidad la solidaridad efectiva. Como lo señalara
San Juan Pablo II, la solidaridad es propia de todo discípulo de Jesús. Esta no es, pues, un sentimiento superficial
por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la
determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir,
por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente
responsables de todos. Esta determinación se funda en la firme convicción de
que lo que frena el pleno desarrollo es aquel afán de ganancia y aquella sed de
poder de que ya se ha hablado (Sollicitudo Rei Socialis, n. 38).” (Carta Pastoral, El gozo espiritual de ser pueblo
de Mons. Mario del Valle Moronta Rodríguez, Obispo de San Cristóbal, 2016).
José Lucio León Duque
joselucio70@gmail.com