“Donde está su tesoro,
allí estará también su corazón.”
Iº lectura: Sb 18,
6-9; Salmo: 32; IIº
lectura: Hb 11, 1-2.8-9; Evangelio: Lc 12,
32-48
Jesús,
en esta oportunidad, nos hace una aclaración muy importante y fundamental para
nuestro itinerario espiritual: ¿dónde está nuestro corazón? ¿cuáles
son nuestras riquezas? En la actualidad es evidente el modo superficial
con el cual se desempeñan algunas actitudes del hombre. La mayoría de
situaciones son la certeza de la carencia de convicción y de fe en Dios. La
vida cotidiana es muestra de la necesidad que tenemos del creador; la fe es la
que nos mueve, la fe es el aire que nos permite respirar el amor de Dios.
“La
fe es garantía de las cosas que se esperan” (Heb 11,1); esa fe que mueve
montañas, esa fe que permite ver y sentir la insondable e infinita grandeza de
la salvación de Dios para con nosotros; esa misma fe en diversas ocasiones es
dejada de lado o simplemente se ignora, o se usa como una especie de “amuleto” no
siendo ésta la manera de vivir en Dios, ni el modo en el que debemos tratar y
hacer vivir nuestro corazón.
“NO
TENGAN MIEDO…”
El
miedo no es sólo un visitante o un huésped: se ha convertido en muchos momentos
en “parte esencial” de la vida de la mayoría de personas. Se vive con miedo, se
vive en el miedo, se vive por el miedo. Es tangible el modo en el que se busca
la grandeza, los poderes, los honores. Dios desde nuestro corazón nos observa,
nos interpela y a la vez, nos respeta y es necesario considerar la eficacia del
amor de Dios, el alcance de su misericordia y el significado de su perdón.
El Señor
no nos amenaza, no nos está advirtiendo de manera negativa, está actuando con
amor cuando nos dice que no tengamos miedo, que estemos preparados. En esta
perspectiva, hay dos aspectos fundamentales: la libertad y la obediencia. Somos
libres para escoger y si vivimos el amor de Dios, es nuestro deber, obedecer.
Caminar con Dios es sentir la fuerza para vivir sin temores humanos, sin miedo,
sin inhibiciones.
CONFIEMOS
EN JESÚS Y MARÍA
Pidamos
a Dios nos ilumine para reconocerle en la vida cotidiana y sobre
todo en los necesitados, en el prójimo. Que Él fortalezca nuestra esperanza en
el futuro de la humanidad para que no desfallezcan la fe y el amor, a fin de
que nuestra vida se apoye en valores permanentes y no sólo en los bienes
materiales, bienes tal vez necesarios, pero que no son el centro total de la
vida, como muchos creen.
Nuestra
Madre del Cielo, María de la Consolación, guíe nuestros corazones para entender
y sentir como ella a Jesús, el del rostro sereno, el gran tesoro de nuestra
existencia, para vivir plenamente como discípulos y misioneros. Así sea.
José Lucio León Duque
joselucio70@gmail.com