¡PADRE!
“También
les aseguro: pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les
abrirá.
Porque el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abre.” (Lc 11, 9-10)
Porque el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abre.” (Lc 11, 9-10)
I°
lectura: Gen 18,20-32; Salmo: 137; II° lectura: Col 2,12-14;
Evangelio: Lc 11, 1-13
El deseo de seguir a Jesús y la
natural actitud de encontrarlo así como hablarle con sencillez y fe, nace de
esa relación con Él: la oración. Cuanto más vivamos el misterio de amor que ha
cancelado la muerte, más nos daremos cuenta en nuestra debilidad, en nuestra
carne, el verdadero significado de la resurrección de Cristo. ¿Quién nos
enseñará a orar? Solo aquel que vive en relación total con el Padre y que nos
puede indicar el camino de la verdad.
ESCUCHAR
A DIOS
Del relato del Evangelio de San
Lucas, podemos observar que la primera etapa de la oración no es inicialmente la
invocación a Dios, como se pudiese deducir de las palabras del discípulo: “enséñanos a orar” (Lc 11,1), sino la escucha. “Uno de sus discípulos” (Lc 11,1) se dirige al Maestro porque se da
cuenta de la relación que tiene con Dios y le pide compartir esa alegría con
los otros discípulos y con la humanidad. Jesús, dirigiéndose al Padre,
manifiesta su infinita misericordia, que perdona las ofensas y salva a quien
confía en Él. La escucha por tanto,
se genera de las maravillas que hace Dios en nuestra vida y ello no se refiere
solamente a los prodigios que pueden ocurrirnos, sino sobre todo a los pequeños
detalles que a través de su vida nos hace experimentar con su presencia en
nuestras acciones, en el trabajo, en la esperanza de un mundo más justo. La escucha nos conduce a la conversión
desde lo profundo de nuestro corazón.
Una segunda etapa es la meditación que significa responder al
amor en gustar, con sinceridad, la Palabra de Jesús. “Padre, santificado sea
tu Nombre, venga tu Reino, danos cada día nuestro pan cotidiano” (Lc
11, 2-3). La invocación al Padre indica la confianza que los cristianos debemos
tener en Dios, Él donándose totalmente, en la Última Cena, en su cercanía con
los demás, nos muestra el camino que nos hace discípulos y testigos del
Evangelio. Es necesario no interrumpir el diálogo con el Padre e invocarlo a
cada instante manteniendo viva su presencia en nuestra vida. La oración es vida
que transfigura nuestra existencia y nos orienta a que esa vida se dé en
plenitud. Quien escucha y medita, quien invoca, quien ora, hace de ello una
verdadera relación con Dios que nos une a Él y por tanto con el prójimo.
La breve parábola
narrada por Jesús (Lc 11, 5-8) se refiere ante
todo a la capacidad de Dios de encontrarse con el hombre y su necesidad,
sabiendo qué necesitamos. En segundo
lugar, nos comunica que si no abrimos la puerta (Lc 11, 7) de nuestro
corazón y nos levantamos para dar lo que el prójimo necesita, es prácticamente
inútil invocar a Dios convirtiéndonos en hipócritas, olvidando la importancia
de conversión verdadera.
MARÍA
ESCUCHÓ EN SU CORAZÓN
Volvamos a la pregunta inicial: ¿Quién nos enseñará a orar? ¿Cómo
haremos para vivir la oración? María Santísima nos enseña a conservar en lo
profundo del corazón lo que Dios comunica. Dios está en nuestra casa, pero
también toca la puerta de nuestra vida, buscando entrar en ella para permanecer
y no salir de allí: “Yo les digo: pidan y
se les dará; busquen y hallarán; llamen y se les abrirá” (Lc 11, 9). Con
esto se nos llama a corresponder a la llamada -como hizo María- con sincera
adhesión a Dios, que nos pide entrar en nuestra existencia y nos conduce a la salvación
y ser prójimo con el prójimo. Así sea.
José Lucio León Duque
joselucio70@gmail.com