“Nadie puede
decir: «Jesús es Señor», si no es bajo la acción del Espíritu Santo”
I° lectura: Hch 2,1-11; Salmo: 103; II° lectura: 1Co 12, 3b-7. 12-13; Evangelio: Jn 20,19-23
En este domingo son diversos los aspectos que podemos meditar: la espera de los apóstoles, las lenguas de fuego, el estruendo, el cenáculo y el rol de María en la vida de la Iglesia a la luz de Pentecostés. Todo esto forma parte de la solemnidad que tiene como punto central la presencia del Espíritu Santo en el corazón del hombre, en la vida de la Iglesia.
La narración en la que la primera
lectura nos cuenta lo que sucedió ese día, está llena de símbolos y signos
propios de la vida del hombre. Entre ellos tenemos la presencia del Espíritu
que penetra en la vida de los apóstoles, en María Santísima y en nosotros, y
las consecuencias del sentirlo en la propia vida.
El espíritu que desciende y
se posa en los apóstoles es quien nos hace proclamar la grandeza de la vida en
nombre de Jesús, quien fundando la Iglesia, nos deja el Paráclito para que
seamos testigos del Evangelio. ¿Estamos preparados para recibirlo?
La luz del Espíritu
El esplendor de la liturgia
cristiana acompaña esta gran Solemnidad donde la alegría de Dios, se refleja en
la renovación que en la tierra y en cada uno de nosotros realiza el Espíritu.
El canto del Espíritu Santo es entonado por tres voces: la primera voz es la de
Jesús con la promesa del Espíritu Santo que se hace realidad en los discípulos
que lo reciben para colaborar en el anuncio del Evangelio.
Jesús presenta el
Espíritu Santo como el Consolador, el Paráclito, es el defensor de la Iglesia y
de aquellos que se encuentran inmersos en las dificultades que la actualidad
presenta. Una segunda voz la encontramos en San Pablo, quien exalta la acción
del Espíritu Santo en la vida del fiel que vive en plenitud el amor de Dios. El
Espíritu hace salir al hombre del pecado en el cual ha encontrado muerte,
transformando con la resurrección su existencia interior. El Espíritu hace del
hombre un ser capaz de llamar y decirle a Dios, con convicción y total amor,
“Abbà” (papá). Pentecostés hace de esto un canto sublime en la tercera voz, que
transforma radicalmente la vida de quien vive en el Espíritu.
Las lenguas de
fuego que descienden, el hablar en diversos idiomas, en fin, toda la simbología
de Pentecostés, borra la Babel de las lenguas, del pecado, de la confusión y
abre las puertas a la nueva Jerusalén de la comunión. El don del Espíritu
Santo, hace que cada uno de nosotros tenga la oportunidad de vivir en unidad,
armonía y paz…si alguien no ha vivido aún esta dimensión del Espíritu, es hora
de unirse a Dios y a su amor, dejándose guiar por su acción, que es vida en
medio del corazón del pueblo.
Como discípulos y misioneros…
En este mes, dedicado de manera
especial a la Virgen María, nos encontramos como testigos de la presencia del
Espíritu Santo y ello nos debe hacer meditar sobre nuestro rol de discípulos
quienes, caminando juntos con Cristo, nos dejamos guiar por su luz, su fuego,
su presencia en medio de todos, ya que somos hijos de Dios y anunciadores del Evangelio
de la verdad. Así sea.
P. José
Lucio León Duque
joselucio70@gmail.com