HOMILÍA DE MONS. MARIO MORONTA EN LA MISA DE SAN
SEBASTIÁN
Como es
tradición en nuestra ciudad, celebramos hoy la fiesta de SAN SEBASTIAN, “capitán
valeroso” y mártir de Jesucristo en los inicios de la Iglesia. La Palabra
de Dios, la Liturgia y el testimonio del mártir nos brindan elementos
importantes para nuestra oración y reflexión, así como para la práctica de la
fe en caridad dentro de la comunidad donde vivimos. El Papa Francisco nos enseña cómo debemos realizar la
interpretación de la Palabra de Dios y la enseñanza de la Iglesia en la
predicación: El predicador necesita también poner un oído en el
pueblo, para descubrir lo que los fieles necesitan escuchar. Un predicador es
un contemplativo de la Palabra y también un contemplativo del pueblo. De esa
manera, descubre «las aspiraciones, las
riquezas y los límites, las maneras de orar, de amar, de considerar la vida y
el mundo, que distinguen a tal o cual conjunto humano», prestando atención
«al pueblo concreto con sus signos y símbolos, y respondiendo a las
cuestiones que plantea». (…) Lo que se procura descubrir es «lo que el Señor desea decir en una
determinada circunstancia». (E.G. 154).
En esta línea, propondremos algunas ideas para nuestra reflexión
y para afinar más el compromiso evangelizador de todos en la edificación del
Reino de Dios, de justicia y paz. La Palabra de Dios nos indica cómo hemos de
asumir la situación que hoy vive el pueblo, al cual pertenecemos; la imagen
del cristiano martirizado y flechado por quienes, incluso, habían sido
sus súbditos nos ayuda también a concluir algunos compromisos urgentes en la
hora presente.
En primer lugar nos encontramos con el mensaje de
la Palabra de Dios. En el
salmo le hemos pedido a Dios vuelva sus ojos hacia nosotros. El salmista
recuerda que también nosotros tenemos el llanto como bebida y comida; pero aún
así le podemos implorar con las palabras del salmo: “Despierta tu poder y ven a salvarnos”. El dolor de la
inmensa mayoría de nuestra gente es grande y se manifiesta de muchas maneras.
Sentimos una gran indefensión, un menosprecio a nuestra dignidad de hijos de
Dios y un irrespeto a lo más grande que el mismo Dios nos ha dado: la vida.
Frente a ello, existen las tentaciones a la desesperanza y la resignación, al
conformismo y a la desolación. Esto sin
dejar a un lado otras tentaciones que señalan caminos que no se deben caminar:
la corrupción, la especulación, el ansia de poder y de tener, el creernos que
somos más que los demás y el aprovechamiento de la situación de
indefensión para especular, contrabandear, “bachaquear” y dejarnos llevar por
los criterios crematísticos del mundo.
El texto del segundo libro de Samuel nos recuerda la actitud de David y sus seguidores
ante la noticia de la derrota del ejército hebreo y la muerte de Saúl y
Jonatán. Luego de rasgar sus vestiduras, David y sus acompañantes
ayunaron por el pueblo de Dios y la casa de Israel. Si tenemos un oído
puesto en Dios y en el pueblo, es decir, si de verdad sentimos el gozo
espiritual de ser pueblo, vamos a hacer una lectura correcta de esta Palabra en
el hoy de nuestra realidad. No es ningún secreto –como tampoco es una
invitación al odio- reconocer que vivimos un momento dramático: el hambre que
golpea la salud física y espiritual de muchos hermanos, la falta de medicamentos
y de otros insumos necesarios, la migración de numerosos venezolanos hacia
otros países en busca de mejores condiciones, así como otras expresiones de la
situación que se vive, hablan del dolor del pueblo. Este ve cada día más lejana
la solución y el cambio requerido para un auténtico e integral desarrollo que
permita sentir la centralidad de la persona humana en la sociedad.
Frente a ello, se requiere, ciertamente, el compromiso solidario
y fraterno de cada uno de los creyentes y personas de buena voluntad. Si oímos
a nuestros hermanos con la ayuda de la Palabra de Dios, entonces nos daremos
cuenta de cómo urge cada día intensificar nuestra cercanía mutua, reafirmar que
compartimos los gozos y esperanzas, las angustias y problemas que nos aquejan e
ir haciendo realidad la vocación de ser sujeto constructor de nuestra historia.
Esto nos lleva a volver a plantear algo que ya desde hace tiempo venimos
indicando: ¿Por qué celebrar unas ferias
en honor de San Sebastián con gastos que no se justifican y con programaciones
reñidas con la situación concreta que se vive hoy en nuestra ciudad, en nuestra
región y en nuestro país? Ya basta de “pan y circo”. ¿Acaso no es inmoral
que se inviertan sumas en torneos deportivos –aunque sean de importancia-, en
fiestas de “bailantas” en clubes y otros sitios con precios exorbitantes, que
se tengan espectáculos con participantes extranjeros a quienes se les debe
pagar en divisa foránea cuando en nuestros barrios hay gente que pasa hambre,
cuando los enfermos y necesitados de atención no consiguen medicamentos, cuando
los anaqueles de los abastos están vacíos o los precios están marcados en grado
superlativo? Muchos teníamos la ilusa pretensión de que este año no se iba a
tener la feria. Pero predominó el interés particular, el
afán de distraer el hambre y las necesidades y el status de sentir que es la
“feria gigante” de Venezuela y el mundo. No hay dinero para recoger la basura
ni para arreglar carreteras y calles, no hay dinero para conseguir insumos, no
hay dinero para la salud, no hay dinero para tantas necesidades… pero si lo hay
para la vuelta al Táchira, para otros espectáculos y demás actividades
feriales. Eso no tiene justificación aunque haya miles de explicaciones. En una
ciudad y en una región que se precian por su cristianismo, no podemos decir que
sea evangélico que católicos promuevan esto.
Celebramos la fiesta de un mártir. El se distinguió por ser fiel en su trabajo como
militar y como creyente. Pero su fe en Cristo estaba por encima de lo demás.
Sin dejar de servir al emperador, tampoco dejó de servir al Dios de la vida que
lo había llamado a ser discípulo de Jesús. Ser fiel al emperador no significaba
ser idólatra. Es el drama de muchos creyentes en Cristo a lo largo del mundo.
Hoy seguimos encontrando muchos cristianos martirizados a causa de su fe. Unos
son torturados y asesinados con saña; otros son golpeados por la difamación y
la burla; otros también son martirizados por el menosprecio hacia su coherencia
de vida al no caer en la corrupción, o al defender la vida y los valores del
Evangelio.
Hoy, se siguen disparando flechas o dardos
mortales, como los que hirieron a Sebastián. Son dirigidos hacia quienes buscan su verdadera
felicidad, no la que da el mundo y sus encantos; sino la que viene del Señor
Jesús, que nos ha propuesto un ideal de vida en la enseñanza de las
bienaventuranzas. Quienes buscamos esa felicidad auténtica, al seguir el camino
del Señor y tomar su cruz, sencillamente corremos el riesgo de ser flechados.
Son bastantes las flechas que se lanzan. Mencionemos algunas de ellas, para
saber cómo protegernos.
Una primera flecha va dirigida contra el derecho
fundamental de todo ser humano, el de la vida. Desde la naciente en el vientre materno hasta la
que está por pasar a la eternidad. Todo ser humano tiene el derecho a vivir con
dignidad y a que se le respete su propia vida. Lo que más se está atacando en
nuestro país es el derecho a la vida: se siente en las consecuencias del
hambre, de la miseria en que muchos están cayendo… La vida que se irrespeta
cuando se aplican leyes marciales sin el legítimo proceso, aún sabiendo que en
Venezuela no existe la pena de muerte; la vida que no se atiende en hospitales
o porque no se fortalece la atención a la salud; la vida que tampoco se cuida
cuando se responde con más violencia en barricadas o en actos delictivos o en
sicariatos. Es la flecha que pretende callar a quienes defienden sus derechos
humanos.
Otra flecha es lanzada por quienes se sienten
dueños de los demás: los
acaparadores y especuladores, los que contrabandean y buscan dinero fácil; los
narcotraficantes con su comercio de muerte; los que rompen las ilusiones de
tantos niños y adolescentes con la pornografía. Es la flecha lanzada por las
mafias que se aprovechan de la situación para hacer sus fechorías y negocios
amorales e inhumanos. No podemos dejar de mencionar las mafias dedicadas al
tráfico de personas y de órganos y las que roban a tantos migrantes
aprovechándose de las condiciones en que llegan a nuestra frontera. Hoy también
nos topamos con las mafias que se están especializando en buscar, contratar y
oprimir a tantos adolescentes y jóvenes, hombres y mujeres, para llevarlos a la
prostitución. Llama la atención poderosamente cómo existen muchos puestos de
control en las carreteras y otros lugares: allí sufren los transportistas de
alimentos y de otros insumos, los viajeros de unidades de transporte… para
ellos hay controles excesivos y discriminantes y muchas veces acompañados del
“matraqueo”. Pero curiosamente ¿por qué no existen controles en los lugares
donde funcionan esas mafias antes mencionadas?
Otro dardo altamente dañino proviene de quienes, en
vez de dar soluciones a los graves problemas de la gente, los cargan con más
cosas o les ofrecen falsas esperanzas, o los manipulan con dádivas que buscan
comprometer sus actuaciones. Es el dardo que provoca
indefensión, desconsuelo, desesperanza y resignación. El dolor causado por
ese dardo no se sana con bolsas de alimentos, o con ofertas de dinero, o con
planes de una patria herida en lo más profundo de su ser… Es el dardo que
quiere ser evitado de muchas maneras: una de ellas, muy patente para nosotros,
es el de las migraciones de jóvenes, de familias, hacia otros países en
búsqueda de mejores condiciones de vida. El dolor dejado por quienes se van no
sólo es sentido por los familiares que se quedan acá, sino por toda la nación,
que ve indefensa el vacío de las aulas de escuelas y universidades, el cierre
de tantas empresas y puestos de trabajo, el abandono de hogares y comunidades…
Los responsables de lanzar esos dardos tendrán que vérselas algún día con la
justicia divina.
Y, aún sabiendo que hay otros más, queremos
mencionar un dardo que produce tanto o más dolor como los antes señalados: es
muy peligroso porque es lanzado por quienes creen tener la conciencia
tranquila. Es el dardo de la indiferencia de quienes o no han tomado conciencia
de la gravedad de la situación; o se han encerrado en un conformismo al renunciar a ejercer su vocación
de sujeto social; o de quienes están aguardando que sean otros quienes vengan a
dar soluciones o esperan que ellas llegarán desde fuera como por arte de magia.
Y lo más grave del asunto es que en este grupo de personas se encuentran muchos
miembros de la Iglesia: son los que no se sienten comprometidos desde su fe y
todo lo quieren reducir a actividades pietistas; o los que prefieren seguir
amparándose en un “clericalismo” trasnochado y antievangélico; o los que
pretenden que la Iglesia se reduzca a las sacristías… Es el dardo de quienes quieren
una Iglesia con una pastoral de conservación y no en salida, pobre y para los
pobres.
Si escuchamos al pueblo, porque somos parte de él, y, a la vez, escuchamos a Dios, con quienes
estamos en comunión, no podemos quedarnos sólo en análisis de la realidad, aún
hechos desde la Palabra de Dios, ni en laméntelas o en deseos porque otros
lleguen a actuar. Por eso, debemos tomar una posición y reafirmar nuestro
compromiso. Es el compromiso nacido del seguimiento de Jesús con la ayuda del
Espíritu Santo y tendiente a edificar el reino de justicia y de paz, la
civilización del amor. Vamos a proponer,
en este momento tres actitudes que hemos de seguir asumiendo y que se
sintetizan en una sola idea, que responde a la interrogante que continuamente
se nos hace sobre qué debe hacer la Iglesia: sencilla y claramente ser Iglesia.
Una primera, como Iglesia, todos los creyentes
hemos de vivir “encarnados en nuestra propia realidad”. No vivimos ni viviremos en el país de las
maravillas. Tampoco necesitamos ni de súper hombres o súper mujeres ni del
“Chapulín Colorado”. Para poder manifestarnos como “Iglesia en salida”, hemos de estar encarnados en nuestra propia
realidad, para ser en ella “sal de la tierra y luz del mundo”. Así haremos
sentir que la Iglesia es pueblo y está con todos, en especial con quienes más
sufren y son pobres y excluidos. En medio de los agobios, los hombres y mujeres
de la Iglesia debemos compartir con los demás su dolor, tristeza y angustia,
así como su auténtica esperanza. El Papa Francisco lo recordaba hace algunos
días durante su viaje a Chile: A menudo soñamos con las «cebollas de
Egipto» y nos olvidamos que la tierra prometida está delante, no atrás. Que la
promesa es de ayer, pero para mañana. Y entonces podemos caer en la tentación
de recluirnos y aislarnos para defender nuestros planteos que terminan siendo
no más que buenos monólogos. Podemos tener la tentación de pensar que todo está
mal, y en lugar de profesar una «buena nueva», lo único que profesamos es
apatía y desilusión. Así cerramos los ojos ante los desafíos pastorales
creyendo que el Espíritu no tendría nada que decir. Así nos olvidamos que el
Evangelio es un camino de conversión, pero no sólo de «los otros», sino también
de nosotros. Nos guste o no, estamos invitados a enfrentar la realidad así como
se nos presenta. La realidad personal, comunitaria y social. Hoy más que
nunca debemos hacer sentir que la Iglesia está metida dentro del pueblo, porque
todos sus miembros son pueblo; hoy la Iglesia debe hacer sentir la fuerza liberadora
de Cristo, con la caridad y el acompañamiento de todos, sin excepción.
En esta línea, ninguno de los cristianos está eximido del
compromiso de dar testimonio, de sentir que somos hermanos y que hemos de
construir puentes y no muros; que nos toca defender la verdad y no la mentira o
las componendas… eso supone el riesgo de ser perseguidos, malentendidos y hasta
aniquilados. Pero somos servidores de la Verdad, la única que libera al hombre
de toda opresión. Desde este compromiso,
surge una segunda actitud irrenunciable que incluso, como nos enseña Pablo, es
ministerio propio de toda la Iglesia: la reconciliación. Estamos sumergidos
en una sociedad donde existe mucho odio, rencor y deseo de venganza o
revanchismo. Se acusa a quienes predican
la verdad evangélica y se denuncia el pecado del mundo como promotores del
odio, y quienes lo hacen se valen del insulto y de la ofensa, también
generadora de odio… Nuestra sociedad necesita la reconciliación que es
consecuencia del amor misericordioso de Dios. Sin esto, no se podrá ni
reconstruir la nación y tampoco se superarán las brechas abismales que se han
ido cavando desde hace mucho tiempo atrás. La
Iglesia reconciliada y reconciliadora es la que necesitamos seguir promoviendo.
El saberse llena de dificultades y de llagas, como las que sufrió Jesús,
permitirá la tarea de la reconciliación. Así lo enseñó Francisco en
Chile: Una Iglesia con llagas es capaz de comprender las llagas del mundo
de hoy y hacerlas suyas, sufrirlas, acompañarlas y buscar sanarlas. Una Iglesia
con llagas no se pone en el centro, no se cree perfecta, sino que pone allí al
único que puede sanar las heridas y tiene nombre: Jesucristo.
Si Cristo está en el centro de la vida y misión de
la Iglesia y de todos sus miembros, se hará realidad la fuerza del amor. Decimos, con San Juan “hemos creído en el
amor”. Si esto es cierto, entonces, cada uno de los bautizados lo hará
sentir de verdad en el momento en el cual vivimos. La enseñanza de los primeros
discípulos, traducida en hermosos términos en el Libro de los Hechos de los
Apóstoles, nos indica que todo discípulo de Jesús ponía en común de lo que
tenía (no de lo que le sobraba) y así nadie pasaba necesidad. En los últimos
meses, personas, familias, comunidades e instancias eclesiales de nuestra
Diócesis han dado pasos ciertos en este sentido. Se ha compartido de lo que se
tiene para ayudar a enfermos y personas necesitadas, se ha compartido el
alimento de manera fraterna y solidaria… han surgido nuevas y bellas
iniciativas que hay que seguir alentando y fortaleciendo. Aún hay mucho por
hacer. Todo esto nace del ejemplo de Jesús quien nos ha pedido hacer lo mismo
que Él realizara con el lavatorio de los pies. ¡Que pedagogía la de
nuestro Señor! Del gesto profético de Jesús a la Iglesia profética que, lavada
de su pecado, no tiene miedo de salir a servir a una humanidad herida. Es
lo que debemos seguir haciendo.
Por eso, sin temor ni temblor, superando la
tentación a la ingenuidad, me atrevo a hacer una propuesta a quienes organizan
tanto la Feria como los eventos de fiestas y de atracciones (las fiestas en los
clubes y otros espacios, las corridas de toros y otros actos lucrativos). Lo
hacen en el marco de una fiesta considerada de corte cristiano y son, en su
inmensa mayoría, católicos: ¡sean fieles a la Palabra de Dios y den un ejemplo
también para el mundo! La propuesta la haré en forma de interrogantes para ver
si su respuesta es positiva –y ¡ojalá lo sea!-. ¿Qué pasaría si de las
ganancias que se obtengan de todos esos espectáculos y eventos de la feria, se
destinara el 60% para hacer un gesto de caridad y solidaridad? ¿No sería una
hermosa manera de hacer sentir que no se trata de un evento meramente lucrativo
y que sus organizadores están demostrando que son los criterios del evangelio
los que marcan el rumbo de sus vidas y acciones? Eso sí, no salgan con la
excusa de que todo lo programado les produjo pérdidas.
Pero demos un paso más. Para que no se vaya a caer en la tentación de que
la Iglesia quiere aprovecharse de ese aporte ni para que se vaya a perder lo
ofrendado, propongo concretamente que lo recaudado se destine para apoyar al
Hospital Psiquiátrico que está en Peribeca y que tantas necesidades tiene. Y
para ello, propongo constituir un equipo compuesto por un representante de la
Corporación de Salud, un representante del IAMFISS y un representante de la
Iglesia: así podremos tener garantía del destino de ese aporte, que deseo se
haga realidad. Lo pido en nombre de los enfermos y médicos, que están en dicho
Hospital; pero sobre todo en nombre de Dios. Y como primera ofrenda, pido que
la colecta que hoy se haga durante esta celebración (y espero sea generosa) sea
el primer ladrillo de esta iniciativa.
Dentro de unos instantes ofreceremos el pan y el
vino, junto con
ellos se harán presentes nuestros trabajos y afanes, nuestras esperanzas y
compromisos. El Señor se hará presente de modo sacramental y a nosotros nos
dará la fuerza para hacer realidad la necesaria liberación de nuestro pueblo.
Que esta celebración de hoy nos llene de entusiasmo para seguir luchando con
las armas de la luz y de la Verdad y buscar que en Venezuela se siga haciendo
real el reino de Dios. Amén
+MARIO
MORONTA R., OBISPO DE SAN CRISTOBAL.
20 DE
ENERO DEL AÑO 2018.