SEÑOR, TEN PIEDAD DE MÍ
“El Señor es un Dios
justo, que no puede ser parcial; no es parcial contra el pobre, escucha las
súplicas del oprimido; no desoye los gritos del huérfano o de la viuda cuando
repite su queja…”
I°
lectura: Eclo 35, 15b- 17.20-22ª; Salmo: 33; II°
lectura: 2Tim 4, 6-8. 16-18; Evangelio: Lc 18,9-14
La humildad al momento de pedir
perdón se expresa con actitudes coherentes y palabras con sentido; es una de
las acciones más sublimes, ya que forma parte del amor. Ni los títulos, ni el manejo
desordenado del dinero, ni una determinada posición social, podrán ser garantes
de humildad; esto nos lleva a reflexionar sobre lo que en la liturgia de este
domingo se nos presenta: pedir perdón con sincero arrepiento y saber
escuchar la voz de Dios.
PEDIR PERDÓN DE CORAZÓN
No se puede orar a Dios
con la soberbia en el corazón, con la envidia y el desprecio hacia los demás. Se
ora con el corazón colmado de humildad, misericordia, piedad, compasión hacia
los demás, hacia todos sin excepción. Todos somos pecadores y todos tenemos
necesidad de su misericordia y debemos pedir perdón por nuestros pecados y
enmendar nuestros errores. Dios escucha la oración de quien se reconoce pecador
ante Él y pide perdón para sí y para el prójimo.
“¡Oh Dios!, te doy
gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como
ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que
tengo.” Cuánta arrogancia hay en estas palabras y aunque
nos escandalicemos, muchas veces somos los primeros que las decimos, comparando
a los demás de manera injusta. Cuántas veces, miramos a los demás de arriba
hacia abajo, lo vemos como “pobrecitos”, insignificantes y demás. De nuestros
ojos sale desprecio, juicios negativos y muchas veces lo hacemos para
exaltarnos, creyéndonos mejor que los demás. Nos colocamos ante los demás como
quien tiene mejores cualidades, como si portarse bien es privilegio de pocos.
Se podría decir que
juzgar a los demás es una falta de amor extrema, donde la soberbia supera la
humildad y se dejan de lado las virtudes, muchas o pocas, que se puedan tener.
Si la oración no inicia con humildad y ella no es realmente apegada al amor de
Dios, se cae en la hipocresía y se olvida el propio pecado. Acudamos a Dios con
humildad, sencillez y docilidad, esa es la actitud del verdadero cristiano.
CON MARÍA SANTÍSIMA,
MADRE DEL AMOR
En el Magnificat,
María Santísima nos enseña a proclamar la grandeza de Dios y de su amor. En
ella se cumple la Palabra de Dios y a través de ella podemos hacer vida lo que
su Hijo nos enseña. Ella, madre del amor, nos muestra el camino a seguir y cómo
un verdadero cristiano debe ser testigo del amor de Dios en medio del mundo y
de la vida cotidiana. Así sea.
José Lucio León Duque
joselucio70@gmail.com