“Estoy crucificado
con Cristo: vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí.”
I°
lectura: Sam 12, 7-10. 13; Salmo: 31, 1-2. 5. 7. 11; II° lectura: Gal 2, 16. 19-21; Evangelio: Lc 7, 36-8, 3
Al centro del Evangelio, vemos una mujer culpable de graves pecados y
señalada por los demás como una pública pecadora perdonada y arrepentida, la
mujer del perfume -una de las tantas mujeres anónimas que aparecen en el
Evangelio- que obtiene el perdón y la misericordia de Jesús, a diferencia de
quien se cree estar bien ante Dios.
Un fariseo invitó a su casa a Jesús y con sorpresa asistió a una escena
para él poco agradable. Los fariseos, en el antiguo Israel, eran quienes
representaban el movimiento político-religioso que, entre otras cosas,
profesaban una rigurosa observancia hasta en las más mínimas prácticas unidas a
la fe; por ello gozaban de un cierto respeto y admiración, y ellos mismos se
consideraban superiores a la gente común. Cabe recordar también ciertos usos
sociales de entonces: cuando un rico recibía un huésped en su casa, en su mesa,
llamaba a un siervo para que le lavara los pies, besándolos y colocándole
algunas gotas de aceite perfumado. El banquete era público y cualquier persona
podía observarlo.
Este fariseo -de nombre Simón- invitó a Jesús, no por admiración hacia
él sino más bien para ver de cerca aquel hombre considerado por muchos un
profeta enviado por Dios. Durante el banquete entró en la sala una pecadora, la
cual se arrojó llorando a los pies del huésped: Jesús. Él la dejó, le permitió cumplir
el gesto caracterizado por la sinceridad y la humildad. El maestro sabía lo que
pensaba el dueño de la casa y cuál era su juicio haciendo hincapié en la medida
del amor por parte de quien evidencia la sencillez, el arrepentimiento y la pureza
de corazón y a la vez mirando con misericordia a la que todos veían como una
pecadora.
No
sabemos las reacciones de estos dos personajes, pero podemos imaginar el
consuelo y el gozo de la mujer y la incomodidad del fariseo ante las palabras
de Jesús: “Han quedado perdonados tus
pecados…tu fe te ha salvado, vete en paz” (Lc 7. 50). Nadie es perfecto, todos tenemos ante Dios que asumir nuestra
condición de pecadores, no importa cuán grande sea nuestra falta ya que Él nos
perdona y usa misericordia para con sus hijos si lo admitimos con sinceridad y
humildad.
Entre
las primeras palabras del Pontificado del Papa Francisco, encontramos el
llamado a todos nosotros: “…el rostro de
Dios es el de un padre misericordioso, que siempre tiene paciencia! ¿Habéis
pensado en la paciencia de Dios, la paciencia que tiene con cada uno de
nosotros? ¡Eh, esa es su misericordia! Siempre tiene paciencia: tiene paciencia
con nosotros, nos comprende, nos espera, no se cansa de perdonarnos si sabemos
volver a Él con el corazón contrito. Grande es la misericordia del Señor.” (Papa
Francisco, Angelus del 17 de marzo de 2013).
La
mujer del perfume es la mujer del amor, en ella constatamos que pasamos del mal
olor del pecado al perfume sublime de la salvación y la misericordia, con
gratitud infinita y con el propósito de mejorar en la vida. Ella nos enseña
que, aún no sabiendo expresar en palabras lo que siente en su corazón, este la
motiva a realizar un gesto sincero y valiente: lava los pies a Jesús, los seca,
los perfuma, los besa. Hoy estamos llamados a buscar a Cristo y, arrojados a
sus pies, pedir con nuestra mirada nos llene de su infinita misericordia para
ser discípulos y misioneros en la vida cotidiana.
María
Santísima, nuestra Madre, nos invita a escuchar la voz de Dios, guardar en
nuestro corazón su palabra y ponerla por obra en el servicio al prójimo. Así
sea.
José Lucio León Duque
joselucio70@gmail.com
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