“Pues el que quiera conservar para sí mismo su vida, la perderá; pero el que la pierda por mi causa, ese la encontrará”
Iº lectura: Za 12, 10-11; 13, 1; Salmo: 62; IIº lectura: Gal 3, 26-29; Evangelio: Lc 9, 18-24
Se nos presenta en la liturgia de este domingo un doble retrato: el de Jesús y el del discípulo. El rostro de Jesús se compone a través de una serie de pruebas que comprenden lineamientos siempre más precisos. Uno de los esos aspectos los da quien dice que Jesús es Juan Bautista, ya que ambos tienen en común elementos que deja entrever, entre otros, la conversión como un elemento fundamental en la vida de quien desea vivir en Dios. La conversión y el anuncio del Reino de Dios, serán fundamentales en la predicación de Jesucristo, aún así, Él va más allá tanto en la palabra como en las acciones. En la perspectiva del discípulo, es necesario tener disponibilidad y entrega diaria, así se podrá conocer y vivir más profundamente el mensaje que Jesús ofrece a quienes siguen sus pasos.
La cruz, medio de salvación…
Para la “gente” del momento, Jesús no es una novedad absoluta, ya que entra en las filas de los hombres excepcionales, que han llevado al mundo una palabra divina capaz de mover los corazones y las conciencias, como es el caso de San Juan Bautista, Elías y los profetas. Por nosotros responde Pedro, quien indica a Jesús como “El Mesías de Dios”, es decir, el consagrado en el Espíritu divino que ofrece a la humanidad la palabra y la presencia perfecta y definitiva de Dios en nuestra historia. Él es el Salvador, la potencia liberadora de Dios que penetra como levadura en la fría masa de nuestra humanidad. Se nos invita a tomar la cruz, teniendo en cuenta el detalle que nos debe hacer reflexionar: tomarla y llevarla cada día. Adherirnos a la cruz significa esforzarnos en cultivar los pequeños detalles que nos mueven a cumplir la voluntad de Dios a través de obras sencillas, de la piedad que debemos expresar en nuestra relación con Dios, de la fidelidad continua y permanente hacia Él. El sufrimiento de Cristo y el trabajo cotidiano del cristiano no es un tipo de masoquismo, es una invitación precisa: resucitar y salvarse. El horizonte que el dolor y la fidelidad cristiana nos ofrecen, se abre a la liberación y a la salvación a la que todos debemos aspirar sin excepción. Por ello, la cruz, nuestra cruz, debe ser llevada siempre con amor, con fidelidad, con constancia, cada día y “no a ratos”.
María y su amor por la cruz
Encomendemos nuestra vida a la Santísima Virgen María, nuestra Madre. Ella con humildad, sencillez y fidelidad, nos enseña a amar con todo nuestro ser la cruz que su Hijo nos da. Como discípulos y misioneros en la Nueva Evangelización, seamos testigos del Evangelio de la verdad, llevando la cruz con amor, ofreciendo como propósito el deseo constante de ser fieles a la invitación de Jesús. Así sea.
P. José Lucio León Duque
joselucio70@gmail.com
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