“Señor, sacaste mi vida del abismo, me hiciste
revivir cuando bajaba a la fosa.”
I° lectura: 1Re 1, 17, 17-24; Salmo: 29; II° lectura: Gal 1, 11-19; Evangelio: Lc 7, 11-17
Una mujer, un ataúd,
un cortejo. Estos son los ingredientes básicos en el relato de Naim que se coloca
como escena la normalidad de la tragedia en la que se vislumbra el dolor más
grande del mundo: la muerte. Es la oscuridad que absorbe la vida de una madre,
de quien está privada de aquello que es más importante en su vida. Ese frío
imprevisto denota y prevé que, de ahora en adelante, las cosas no serán como
antes.
Esa mujer era
viuda, tenía solo un hijo, él era todo para ella. Dos vidas precipitadas en un ataúd.
Cuántas historias existen así en la actualidad. Cuántas familias donde la
muerte es de casa. El Evangelio muestra a Jesús que llora junto a la mujer.
Jesús entra en el corazón de esta mujer, de esta madre. Entra en la ciudad como
forastero y se convierte en prójimo.
¿Quién es el
prójimo? Le preguntarían en una ocasión. Quien se acerca al dolor de los demás,
quien se carga sobre sus hombros la tristeza de quien sufre, quien busca la
manera de consolar, aliviar, curar en la medida de lo posible. El Evangelio nos dice que Jesús sintió
compasión por ella. La primera respuesta del Señor es probar dolor por aquel de
la mujer. Ve el llanto y se conmueve, no prosigue sino que se detiene y dice
con ternura: “no llores”. Aún así, no se conforma de sentir compasión, Él la
consuela liberándola. Se acerca a una persona que se pregunta: ¿por qué me está
sucediendo esto? ¿Qué he hecho? Ninguna señal nos dice que aquella mujer fuese una
creyente más que otros y aún así, Jesús está allí.
Lo que hace mover
el corazón de Jesús es el dolor, su sufrimiento, su vida. Aquella mujer no pide
nada, pero Dios escucha su súplica, la súplica universal y sin palabras de
quien no sabe cómo pedir, de aquel que tal vez no tenga fe y Él se acerca,
cercano como ella al cuerpo inerte de su hijo, cercano como el mejor de los
padres: misericordioso, tierno, sencillamente padre. Se acerca al ataúd, lo
toca, habla: “¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!”, es el verbo usado para
la resurrección. Se lo devuelve a su mamá, a su abrazo amoroso, le devuelve la
vida, la esperanza, a los afectos que lo hacen sentirse vivo, a ese amor que
solo encontramos en la vida.
Todos glorificaban
a Dios diciendo: “Un gran Profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a
su pueblo.” Jesús profetiza, anuncia a Dios en medio de su pueblo con su
palabra, con su actitud. Anuncia a Dios en Naim y a cada “Naim” del mundo que
se acerca, que llora, que sufre…y Él escucha su súplica. Anuncia la esperanza a
quienes el dolor pareciera destrozarle el corazón y nos invita a transformar
ese sufrimiento en esperanza, en vida, en fe, siendo cercanos con los que puedan
pensar que todo ha terminado con el dolor.
María Santísima,
madre del maestro de la esperanza y del amor, haz que seamos cercanos a
aquellos que, lejanos de Dios o cercanos a Él, se convierten en prójimo que
ayudan a sembrar esperanza en medio de las dificultades. Así sea.
P. José Lucio León Duque
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